Objetivos de la institución de la fiesta de Nuestra Señora María Auxiliadora
La fiesta de Nuestra Señora Auxiliadora fue instituida por Pío VII por el Decreto de 16 de septiembre de 1816. Esa institución es la última y de las más afectuosas confirmaciones de la profecía de la propia Madre de Dios: “Y todas las generaciones me llamarán bienaventurada”.
La finalidad de la Iglesia, instituyendo esta fiesta, fue principalmente:
1) celebrar un acontecimiento de los más notables de la historia del catolicismo, en el que María de un modo patente mostró su poder;
2) aumentar en los fieles la confianza en María Santísima.
El acontecimiento fue el siguiente: Napoleón, que sólo respetaba leyes y tradiciones cuando le convenía, detestaba al Papa Pío VII por haberse negado a declarar inválido el matrimonio de Jerónimo Bonaparte, legítimamente casado con una protestante, hija de unos comerciantes de América del Norte.
Sin darse el trabajo de buscar un pretexto plausible, mandó al general Miollis ocupar Roma en su nombre, declarando: “Siendo emperador de Roma, exijo la restitución del Estado eclesiástico, donación de Carlomagno. Declaro finalizado el Imperio de los Papas”. Pío VII protestó contra esta arbitrariedad inaudita, y en la noche del 10 al 11 de junio de 1809, aparecía fijada en la puerta de la basílica de San Pedro la bula de excomunión contra el usurpador del trono de Francia.
En esa misma noche, a las 2 de la madrugada, el general Radet forzó el palacio del Quirinal, donde encontró al Sumo Pontífice, con todos sus ornatos pontificios, sentado en uno de los inmensos salones del palacio abandonado, teniendo a sus pies al Cardenal Pacca.
El general Radet, sintiéndose criminal, a pesar de que allí había ido para arrestar al Santo Padre, dijo con voz temblorosa: “Me corresponde la ejecución de un orden muy desagradable: habiendo, sin embargo, prestado juramento de fidelidad y obediencia a mi emperador, debo cumplirla: en nombre del emperador os declaro que debéis renunciar al gobierno civil de Roma y a los Estados eclesiásticos y si a eso os negáis, os llevaré al general Miollis”.
Pío VII respondió con voz firme y tranquila: “Juzgad de vuestro deber ejecutar las órdenes del emperador, a quien juraste fidelidad y obediencia. Debéis comprender de qué modo estamos obligados a respetar los derechos de la Santa Sede, que a ellos nos ligamos por tantos juramentos. No podemos renunciar a lo que no nos pertenece; el poder temporal pertenece a la Iglesia Católica y nosotros somos sólo su administrador. El emperador puede descuartizarnos, pero de lo que nos pide nada le daremos”.
Radet condujo al Sumo Pontífice y al Cardenal Pacca a un carruaje. El calvario del Augusto Anciano, que había empezado con la invasión de Roma, estaba aún en su inicio. Todas las personas que rodeaban al Sumo Pontífice, y merecían su confianza, habían sido apartadas, para que el aislamiento aumentase aún sus angustias. El Breviario le fue prohibido.
El Viejo Representante de Cristo en la tierra no fue conducido al general Miollis, pero su prisión rodante tomó el camino de Francia. A medida que la noticia del paso del Sumo Pontífice se explayaba, las poblaciones acudían a lanzarse a los pies de Su Santidad, y Pío VII, por la ventana de su carruaje, bendecía a los fieles.
La alimentación, sin embargo, de los prisioneros, como los denominaron los masones de Francia, era tan escasa, que Su Santidad, debilitado, cayó gravemente enfermo.
Fue durante sus tribulaciones, estando Pío VII moribundo en Savone, y los enemigos de la Iglesia a hablando sobre el último de los Papas, que fue hecho el voto de Pío VII de coronar solemnemente a Nuestra Señora.
En 1812 el Papa fue transportado a París, donde sufrió los mayores vejámenes. Inesperadamente, sin embargo, las cosas cambiaron. Napoleón perdió la batalla de Leipzig, y tuvo poco tiempo después que firmar su abdicación en el mismo castillo en que mantenía prisionero al Sumo Pontífice.
Pío VII volvió inmediatamente a Savone, donde, en presencia de SS. MM. la reina de Etruria y el rey de Cerdeña, y de un número enorme de cardenales, coronó la imagen de la Madre de Misericordia, haciendo luego su solemne entrada en Roma, entusiasmadamente aclamado por la multitud.
Mientras el Papa volvía al pleno goce de sus derechos, Napoleón esperaba en Santa Helena la hora de rendir cuentas a Aquel que no se apresura a tomarlas.
Pío VII atribuyó la victoria de la Iglesia sobre las fuerzas de la Revolución, a la poderosa intercesión de María Santísima. Y a los católicos, hoy tan perseguidos en tantos países, es prudente recordar que si aún hay perseguidores vulgares como Napoleón, la Madre de Dios también sigue siendo la misma dispensadora de gracias.
Solemne entronización de la imagen de Nuestra Señora Auxiliadora, en la entonces sede del Consejo Nacional de la TFP brasileña, y actualmente sede del Instituto Plinio Corrêa de Oliveira |
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María Auxiliadora en su Basílica de Turín
Plinio Corrêa de Oliveira, Legionario, 21 de mayo de 1939
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