Nuestro
Señor Jesucristo nos enseña que debemos amar a Dios sobre todas las cosas. Ese
es el primer Mandamiento de la ley de Dios.
El
segundo Mandamiento es amar al prójimo como a sí mismo. Este mandamiento es
claro. Todos sabemos lo que es amarse a sí mismo, algunos hasta con
exageración.
Quien
tiene verdadero amor de Dios, tendrá una gran facilidad para observar los demás
mandamientos.
Pero,
¿cómo amar a Dios si no lo vemos?
La coronación de la Reina Isabel II |
San
Buenaventura dice que: “el universo es la escala por la cual ascendemos hasta
el Creador”. Y agrega: “la creación del mundo es como un libro, en el cual
resplandece, se representa y se lee a la Trinidad Creadora en tres grados de
expresión, a saber: como vestigio, como imagen y como semejanza“.
También existen en el universo los vestigios, la imagen, y la semejanza del demonio, que son el error, la fealdad y el mal.
En nuestra vida debemos tender a la búsqueda del Absoluto con a mayúscula que es Dios, y el rechazo de las semejanzas del demonio.
Nuestra alma está sedienta de absoluto. De tal manera que, o buscamos el verdadero absoluto o necesariamente iremos atrás de los falsos absolutos.
San Agustín dice: “Nos hiciste para Vos, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que no reposa en Vos“.
Los falsos absolutos que tientan al hombre son el “absoluto” de la sensualidad y el “absoluto” del orgullo. El hombre sensual, como el orgulloso, quieren satisfacer ese hambre de absoluto con un auge de placer que ambos vicios le prometen… pero que no le dan.
El final de ese camino de inquietudes es la frustración, que lleva a todo tipo de descarríos, a la droga y hasta al suicidio. Esto podemos verlo con facilidad en el mundo que nos rodea.Ahora,
¿cómo conocer a Dios a través de sus criaturas?
El niño tiene una gran facilidad para ver las “transparencias” de Dios.
Veamos la actitud del niño que aparece en la fotografía.
Veamos la actitud del niño que aparece en la fotografía.
Está en una actitud de
profunda contemplación. Está absorto en la contemplación. Parece que estuviera
rezando. Sus manos están juntas, su mirada es inefable: una mezcla de
reverencia, de respeto y de amor. Su mirada está fija en la reina.
Para
él, hay algo en la vida que trasciende completamente la vulgaridad diaria. Y
esto es un reflejo de Dios. El no está pensando en sí mismo. Está completamente
absorbido en la contemplación de la realeza.
El
no quiere ser rey. No espera ningún favor de la monarquía. Ni siquiera quiere
hacer un papel central en esta escena.
El
podría decir a la Reina: “¡Majestad, le agradezco que sea Reina!” De alguna
manera, es un eco de lo que se reza en la Misa: “Gratias agimus tibi propter
magnam gloria tuam” ‒ Te damos gracias Señor por tu inmensa gloria.
¿Qué
puede hacer que ese niño pierda esa visión maravillosa?
Precisamente
el hacer concesiones al mito de los falsos absolutos de que hablamos. Esas
concesiones van tornando a la persona “ciega de Dios”, es decir, esa visión
dorada de la creación, a través de la cual resplandece el Creador, se va
tornando borrosa hasta desaparecer.
Las campanas de nuestra inocencia repican de vez en cuando y nos hacen escuchar una melodía interior, una nostalgia, una esperanza… |
Nuestro
Señor Jesucristo nos enseña que quien no se haga pequeño como los niños, no
entrará en el Reino de los Cielos. (Mt. 18,3). La inocencia es el estado del
niño aún no contaminado por el pecado, descrito en el Evangelio, y por lo tanto
con una capacidad innata de maravillarse con las bellezas de la creación.
Pero,
la inocencia no es un privilegio de la niñez. Ella puede mantenerse hasta el
fin de la vida del hombre. Es la capacidad de establecer contacto con los
“modelos ideales” que, después de la niñez, permanecen como sumergidos, pero
que siempre pueden volver a la superficie. Siempre permanecen como una catedral
sumergida por las aguas del pecado, pero que aún existe en nosotros. Las
campanas de nuestra inocencia repican de vez en cuando y nos hacen escuchar una
melodía interior, una nostalgia, una esperanza…
Nossa Fenomenal !!!
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