Plínio Corrêa de Oliveira
Bienaventurado Urbano II
“Sea vuestro grito de guerra, anunciando el poder del Dios de los ejércitos”
¡Dios lo quiere!
El Papa Urbano II preside el Concilio de Clermont
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Urbano II fue Papa de 1088 a 1099; defensor de la
libertad de la Iglesia, continuador de la obra de San Gregorio VII y Promovió la
Primera Cruzada.
El Concilio de Clermont tenía como finalidad
principal discutir la Cruzada. El pueblo esperaba el día de la anunciada
expedición. Finalmente, el Papa satisfizo su impaciencia. Se sentó en su trono
especialmente preparado para la ocasión, teniendo a su lado al eremita Pedro. A
sus pies, una enorme multitud: cardenales, abades, sacerdotes, monjes,
caballeros y el pueblo. Después de las palabras de Pedro, describiendo lo que sucedía
en Jerusalén, Urbano II se dirigió a todos:
“Id, hermanos, id con esperanza, al asalto de los enemigos
de Dios que, ya dominan a Siria, a Armenia y países da Asia Menor. Muchos daños
ya hicieron: usurparon el Sepulcro de Cristo, los maravillosos monumentos de
nuestra fe; prohibieron, a los peregrinos, el ingreso a la ciudad de la cual solamente
los cristianos saben darle el verdadero valor. ¿No es lo suficiente para oscurecer
la serenidad de nuestro rostro? Id y mostrar vuestro valor. Id, soldados; y vuestra
fama se extenderá por todo el mundo. Si cayesen prisioneros, enfrentarán los peores
tormentos por vuestra fe y salvareis vuestras almas al perder el cuerpo. No vaciléis,
hermanos queridos, en sacrificar vuestra vida por el bien de los demás
hermanos. No os detenga el amor a vuestra familia, a vuestra patria, o a las
riquezas, pues el hombre debe su amor principalmente a Dios, y la Tierra entera
es vuestra. ¿Qué mayor felicidad para un
cristiano que ver, durante su vida, los lugares donde Nuestro Señor habló la
lengua de los hombres?”
A las palabras del pontífice, los fieles respondieron
unánimemente: ¡Dios lo quiere! Y Urbano acrecentó:
“Ese vuestro grito no sería unánime, si no fuese
inspirado por el Espírito Santo. Sea entonces esas palabras vuestro grito de
guerra, anunciando el poder del Dios de los ejércitos. Y quien emprenda este
viaje deberá llevar la figura de la Cruz. La Cruz estará en vuestra espada y en
vuestro pecho, sobre las armas y los estandartes. Sea ella, para vosotros, el laurel
de las victorias o la palma del martirio y sea también la insignia para unir los
hijos dispersos de la casa de Israel. Ella
os recordará continuamente que Jesucristo murió por vosotros y que por Él debéis
morir”.
La partida de la Cruzada fue marcada para el 15 de
agosto, fiesta de la Asunción de María.
Godofredo de Bouillon, Duque da Lorena (1058-1100)
Conduciendo sus tropas para la Terra Santa
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En primer lugar, el Concilio de Clermont. Un Concilio,
bajo la presidencia del Papa y – cosa maravillosa – un santo sentado en la Sede de San Pedro: la luz, colocada en un candelabro,
para iluminar todos los pueblos. Aquel que es el foco de irradiación de la virtud,
colocado en la cátedra donde se enseña la verdad y el bien, y se dirige a las falanges
de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen para la lucha contra el adversario.
Este hombre, como un nuevo ángel, se sienta en la cátedra de San Pedro y se toma de celo por la desventura de los lugares Santos. Él no puede tolerar que los lugares Santos estén bajo la posesión de los infieles. Él no puede soportar que sea tan difícil llegar hasta los lugares Santos, [y que se tenga que] enfrentar tantas cosas, para allí rendir culto a Nuestro Señor Jesucristo.
Este hombre, como un nuevo ángel, se sienta en la cátedra de San Pedro y se toma de celo por la desventura de los lugares Santos. Él no puede tolerar que los lugares Santos estén bajo la posesión de los infieles. Él no puede soportar que sea tan difícil llegar hasta los lugares Santos, [y que se tenga que] enfrentar tantas cosas, para allí rendir culto a Nuestro Señor Jesucristo.
Pero, sobre
todo, y es el primer punto: ver la
gloria de Dios ofendida por la posesión, de los infieles, de un lugar que la
Cristiandad es bastante fuerte para tener, y para allí rendir el verdadero
culto a nuestro verdadero Dios.
Entonces, él reúne un Concilio. Y ese Concilio,
reunido en Clermont, en Francia, tiene alrededor de si una multitud inmensa que
asiste a la deliberación y que espera el resultado de la deliberación. El Papa
llega y se sienta en un trono, armado delante de esa población llena de fe. Lo
rodeaban, naturalmente, los padres del Concilio y gente.
Hay, allí, una miniatura maravillosa de la Iglesia
Católica, en el esplendor de su verdadera belleza. Es una asamblea en la que
está el Vicario de Cristo, un Santo; en que están los padres conciliares,
padres movidos por un celo auténtico por la gloria de Dios y que se reúnen en
torno de él en una actitud parecida como los ángeles reunidos alrededor de Dios;
después, la multitud de los fieles fervorosos, entusiasmados, en cuyos ojos se ve
el espíritu de lucha y de sacrificio de los hombres que van para la cruzada; y
de las familias que apoyaran esta resolución y que están dispuestas a todos los
daños que el jefe al irse para la cruzada podría traer, para que el Sepulcro
sea liberado. Cerca del Papa, un simple fraile, vestido del modo más pobre posible,
pero con una elocuencia de fuego: es Pedro, el Eremita.
¡Qué cosa más bella! Un eremita que sale de su eremo
para adentrarse en el mundo y para decir cosas que solo las almas que aprecian
el silencio saben decir. Aquellas palabras de fuego, aquellas palabras que mueven, que comunican la
gracia de Dios, que los hombres que tiene horror del silencio no saben decir.
El habla, y después habla el Papa.
Y el Papa, ante aquella multitud impresionada, tiene algunas frases, que a
nosotros nos impresionaran.
Yo no hare un contraste. Yo no hablare– para solo hablar
de esto – de la diferencia de las multitudes de hoy y las multitudes de aquel tiempo.
Las multitudes de hoy hablan de la Edad Media como de una época de impiedad y
de atraso: las multitudes sin gracia de nuestra época. No muestro ese
contraste, ni otros contrastes por demás amargos que se muestren.
Pero tomo ese pensamiento del Papa. Dice él: “El
Santo Sepulcro está en poder de herejes, de infieles y vosotros no podéis ir para allá, debidamente, para rendir culto. Vosotros
Lo veis bajo la posesión de los
adversarios de la Iglesia”. Y el pregunta: ¿Cuál
es la faz que puede conservar, ante lo que está aquí, su serenidad, pensando en
esto?”
Cuantas faces serenas nosotros encontramos por el
camino... Entretanto, pasan cosas, hoy en
día, incomparablemente peores de que el Santo Sepulcro este dominado por los
infieles. Para solo hablar de que se puede decir, pensamos apenas en las
naciones comunistas bajo la opresión de una tiranía atea. Esto no es mucho peor
de que el Sepulcro de Cristo dominado por los infieles? ( o también tantas
cosas terribles como la ideología de género, la unión libre, la eutanasia, el
aborto y el divorcio) No tienen punto de
comparación. Sin embargo, ¡cuántas faces tranquilas! Faces que deberían estar
junto al templo, junto al altar todo el tiempo, llorando. ¡Cómo están alegres!.
Nosotros mismos. ¿Cómo están nuestras faces?, ¿Cuantas veces nuestras faces se contraen por
la preocupación de nuestros intereses?, y ¿Cuantas veces ellas se contraen por
el celo de la Santa Iglesia Católica?
Aquellos hombres no conservaron la faz serena. Más
ellos eran seguidores verdaderos de Nuestro Señor Jesucristo. Ellos tenían la
Iglesia Católica verdaderamente viva en sus almas. Ellos eran presididos por un
Santo. Delante de un mal, menor de lo que sufrimos con tanta tibieza, con tanta
displicencia, delante de ese mal, ellos se movieron como un solo hombre y pusieron
la Cruz en la punta de las espadas, en los estandartes, en los escudos, en el
pecho; y se movió aquella inmensa avalancha para retomar el Sepulcro de Nuestro
Señor Jesucristo.
Hoy en día, ¡tan pocas cosas así! Sin embargo, el
Papa aquí dice una cosa que nos debe
entusiasmar y afervorar. Dice que, la unanimidad con que la masa resolvió
tomar la Cruz, probaba que era el
Espírito Santo que estaba hablando allí; e, indicaba bien, que los grandes movimientos de alma de la
Cristiandad no se hacían sin grandes movimientos del Divino Espírito Santo.
Nosotros podemos pedir que, in extremis, un soplo del Espírito Santo recubra la
Tierra y que sean muchos los hombres que se despierten de su letargo y sean
capaces de luchar contra el enemigo que está pronto a dar el último golpe.
Y nuestra misión es, exactamente, ser el punto de
"detonación", o fusible de esa grande "explosión". Nosotros
debemos decir las palabras, nosotros debemos tener los gestos, nosotros debemos alzar el estandarte que produzca
este efecto en una hora de aflicción, tal vez para muchos en una hora de
desespero que se aproxima.
Entonces, debemos
pedir esto a la Santísima Virgen:
“Mi Madre, mirad las condiciones de mi alma. Y, por
esto, mi Madre, ten pena de mí y haz con que Vuestro Corazón Sapiencial e Inmaculado
sea, como que, trasplantado para mi pecho pecador; que mi corazón tibio y
débil, ya no sea sino un prolongamiento del Vuestro; y que se pueda decir que
no es más mi corazón el que late, sino que es el Corazón Inmaculado de María
que late en mí.
“Que yo no
desee otra cosa, sino querer lo que Vos queréis, pensar lo que Vos pensáis,
darme a Vos de un modo superlativo y completo, para que las virtudes que defluyen
de Vos, animen a mi alma y que me muevan
en dirección a las cosas que yo no soy capaz de moverme. Para que no suceda, mi
Madre, esta desventura, que sería la desventura de las desventuras: que yo no estese preparado en el día de la
plena realización de vuestras promesas en Fátima. Y el medio que existe
para que esta desventura no suceda, es pediros a Vos precisamente que hagáis de
mí un prolongamiento de Vuestra persona; que Vos me comuniquéis Vuestras
virtudes y preparéis a mi alma. Yo os pido: mandad un Ángel de la Guarda a
hacer que en el momento oportuno, me hable y
haga de mi un verdadero Apóstol de los Últimos Tiempos, en el sentido
pleno y auténtico de la palabra, como está descrito por San Luís Grignion de
Montfort, en su Oración Abrasada”.
Y esta nuestra oración terminaría diciendo: “Corazón Inmaculado de María, que sois un horno
ardiente de caridad a ejemplo del Corazón Sagrado de Vuestro Divino hijo, comunicadme
todas las llamas de Vuestro celo para que Vos, cuya oración consiguió que el
agua, insípida, fría y banal, se transformase en un vino sabroso, generoso y
fuerte, haced de mí, pecador, un apóstol de los últimos tiempos”.
Es esto lo
que debemos pedir a la Santísima Virgen en la gravedad de las horas que se aproximan.
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