miércoles, 28 de agosto de 2019

¡Oh! Nuestra Señora del Divino Amor, que nunca se ha oído decir que ninguna madre que haya acudido a Ti, haya sido desamparada ¡Ruega por nostros!


El coloquio de San Agustín con Santa Mónica en Ostia, y la búsqueda del Amor Divino


San Agustín y Santa Mónica
En las «Confesiones» de San Agustín hay un fragmento especialmente magnífico: se llama el «Éxtasis de Ostia» o el «Coloquio de Ostia».

El episodio es el siguiente: la madre de San Agustín, Santa Mónica (331-387), pasó unos treinta años o más llorando pidiendo a Dios la conversión de su hijo. Parecía que cuanto más rezaba, esta conversión se hacía más lejana. Hasta que, de desatino en desatino, San Agustín acabó por comer las bellotas de los cerdos y comenzó un proceso de conversión que lo hizo el gran Doctor de la Iglesia.

San Agustín, ya convertido, y Santa Mónica decidieron volver a África del Norte, en aquel tiempo enteramente romano, y más específicamente a la ciudad de Cartago, de donde eran naturales, para que allí residir. Y así recorrieron una cierta parte de Italia para tomar un barco en Ostia, que es un puerto pequeño cerca de Roma, pero que tenía en aquel momento una cierta importancia. De allí iban a seguir hacia África.
Se encontraban entonces en un albergue de Ostia, apoyados junto a una ventana y comenzaron a conversar acerca de Dios y de las cosas del Cielo, cuando los dos juntos tuvieron un éxtasis.

San Agustín relata este coloquio extraordinario y es uno de los fragmentos más famosos de las «Confesiones». Pocos días después Santa Mónica moría, aún estando en la ciudad de Ostia. Su misión en la tierra estaba cumplida y Nuestro Señor la llamó al Cielo para gozar del premio que merecía.

Entonces, el último lance de su vida fue exactamente la alegría de tener en la tierra con su hijo este coloquio, que era un preanuncio, un adelantamiento de la visión beatífica. Tengo la impresión de que a cualquiera de nosotros que pasara por Ostia, nos gustaría ver si todavía existe ese alojamiento.

Resolví leer aquí la narración de ese coloquio, porque es una página célebre y abre nuestros horizontes hacia los grandes portentos en la perspectiva de la hagiografía y de la doctrina católica. El texto se extrae directamente de las «Confesiones»:

“Estando ya inminente el día en que había de salir de esta vida –que tú, Señor, conocías, y nosotros ignorábamos…”

Estas interpelaciones directas de San Agustín a Dios son magníficas. Los señores deberían leer los «Soliloquios» de San Agustín, que están en nuestra biblioteca y que son algo absolutamente estupendo.

“…sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo Dios por tus modos ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación.

“Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir, nos preguntábamos los dos, delante de la verdad presente que eres Tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió.

“Abríamos anhelosos la boca de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu fuente –de la fuente de vida que está en Ti– para que, rociados según nuestra capacidad, nos formásemos de algún modo una idea de algo tan grande”.

Les hago notar la maravilla de la expresión «los labios del corazón» … quiere decir, aquello por donde el corazón bebe, por donde el corazón sorbe, estaban abiertos para recibir de Dios aquello que en esta vida terrena se puede recibir acerca de las alegrías del Cielo.

“Y como llegara nuestro discurso a la conclusión de que cualquier deleite de los sentidos carnales, aunque sea el más grande, revestido del mayor esplendor corpóreo, ante el gozo de aquella vida no sólo no es digno de comparación, sino ni siquiera de ser mencionado, levantándonos con un afecto más ardiente hacia el que es siempre el mismo, recorrimos gradualmente todos los seres corpóreos, hasta el mismo Cielo, desde donde el sol y la luna envían sus rayos a la tierra”.

Es una verdadera búsqueda de lo absoluto. Ellos empezaron a considerar: primero las cosas de la tierra, que lisonjean los sentidos, porque estaban en el Imperio Romano decadente, en que había fortunas fabulosas y personas que tenían un lujo para deleitar los sentidos del que Uds. no tienen idea. Entonces, la primera oposición es de la felicidad celestial con la felicidad de los hombres, que en el tiempo del Imperio, eran tenidos como felices. Respuesta: esto no es nada. Entonces, empiezan a preguntar: ¿cómo es entonces la felicidad verdadera? Y empiezan a recorrer los cielos, a imaginar con los datos del cielo material y visible, como sería el paraíso celestial material, pero invisible, y cómo sería la gloria de la visión beatífica que en este paraíso se goza. Este es el esquema de su conversación. Entonces continúa:

“Y subimos todavía más arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras almas y las sobrepasamos también, a fin de llegar a la región de la abundancia que no se agota, en donde Tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad, y la vida es la Sabiduría, por quien todas las cosas existen, tanto las ya creadas como las que han de ser, sin que ella lo sea por nadie; siendo ahora como fue antes y como será siempre, o más bien, sin que haya en ella fue ni será, sino sólo es, por ser eterna, porque lo que ha sido o será no es eterno”.

Es decir, después de haber considerado todas las cosas materiales, comenzaron entonces a considerar el alma como elemento para tener algo de la idea de la belleza, de la perfección de Dios. Y después de considerar el alma, llegaron a la conclusión de que en el ápice de todo esto figuraba la Sabiduría Eterna e Increada. Esta Sabiduría que es eterna, que no tiene pasado, ni presente ni futuro. En esa consideración sapiencial, suprema, que sus espíritus se detuvieron.

“Y mientras hablábamos y suspirábamos por ella…”

Es decir, buscando conocer a Dios como Sabiduría, en cuanto fin y explicación de todas las cosas. Los señores ven como esto es diferente de una meditación «herejía blanca» (expresión utilizada por el Prof. Plinio en el sentido de una «actitud sentimental que se manifiesta sobre todo en cierto tipo de piedad edulcorada y una posición doctrinal relativista que busca justificarse bajo el pretexto de una pretendida ‘caridad’ hacia el próximo»– cfr. “O Cruzado do século XX – Plinio Corrêa de Oliveira”, Roberto de Mattei, Ed. Civilização, Porto, 1998, tópico 7).

“…llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón.” Es el éxtasis. Mientras conversaban acerca de estas cosas, conducidos por la gracia de Dios, en cierto momento la Sabiduría se reveló a ellos, y tuvieron un fenómeno místico por donde vieron a Dios.
San Agustín, La Santísima Virgen y Nuestro Señor en la Cruz

Ustedes ven que es algo muy natural: son dos santos que tienen una conversación, que es una oración. Esta va subiendo de vuelo, de punto en punto, y cuando llega a su ápice, entonces les aparece Dios Nuestro Señor, pero aparece de manera a hacerse conocer como Sabiduría Eterna. Y todo esto con tanta simplicidad, en una ventana de un albergue de Ostia

“y suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro espíritu.

Es decir, lo que había de mejor en ellos quedó en la visión, no volvió a la tierra.

“…regresamos al estrépito de nuestra boca, donde el verbo humano tiene principio y fin, en nada semejante a tu Verbo, Señor nuestro, que permanece en sí sin envejecer, y renueva todas las cosas.”

Aquí hay una insinuación de que Dios les dijo una palabra. Naturalmente es el Verbo. Y que esto que fue dicho por Dios sobre Su propia Sabiduría, fue cualquier cosa tal que lo que continuasen a conversar sería un balbuceo. La visión cesó y las palabras de ellos eran vacías a la vista de lo que Dios había revelado de sí mismo.

“Y decíamos nosotros: Si hubiera alguien en quien callase el tumulto de la carne; callasen las imágenes de la tierra, del agua y del aire…”

Es la doctrina de los cuatro elementos.

“…callasen los mismos cielos y aun callase el alma misma y se remontara sobre sí, no
pensando en sí; si callasen los sueños y revelaciones imaginarias, y, finalmente, si callase por completo toda lengua, todo signo y todo cuanto se hace pasando”
“…puesto que todas estas cosas dicen a quien les presta oído: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que nos ha hecho el que permanece eternamente– ; si, dicho esto, callasen, dirigiendo el oído hacia aquel que las ha hecho, y sólo Él hablase, no por ellas, sino por sí mismo, de modo que oyesen su palabra, no por lengua de carne, ni por voz de ángel, ni por sonido de nubes, ni por enigmas de semejanza, sino que le oyéramos a Él mismo”

“…a quien amamos en estas cosas, a Él mismo sin ellas, como al presente nos elevamos y tocamos rápidamente con el pensamiento la eterna Sabiduría, que permanece sobre todas las cosas”.

«Supongamos que oímos a Aquel que amamos en las criaturas, pero sin el intermedio de ellas, como acabábamos de experimentar, alcanzando en un vuelo del pensamiento, la Eterna Sabiduría que permanece inmutable sobre todos los seres».
Es decir, él imagina un alma que no piensa en nada más creado, que logra abstraer de todo y que de repente oye una palabra de Dios que dice algo acerca de sí mismo.
«Si esta contemplación continuara y si todas las demás visiones de orden muy diferente cesara, si únicamente ésta arrebatara el alma y la absorbiera, de modo que la vida eterna fuese semejante a este vislumbre intuitivo ‒la visión beatifica‒ por el cual suspiramos, ¿no sería esto la realización del «entra en el gozo de tu Señor»? ¿Y cuándo sucederá esto? ¿Será cuando todos resucitemos? Pero entonces, ¿no seremos todos transformados?”

Él afirma entonces que si un alma pudiera quedarse eternamente sólo en aquel vislumbre, ya tendría un placer paradisíaco inefable, extraordinario.
«Aunque esto, decíamos, no por el mismo modo y por estas palabras, sin embargo, bien sabéis, Señor, cuánto el mundo y sus placeres nos parecían viles, aquel día cuando hablábamos. Mi madre añadió: ‘Hijo mío, en cuanto a mí, ya nada me da gusto en esta vida. No sé lo que hago todavía aquí, ni porque todavía esté aquí, se desvanecieron ya las esperanzas de este mundo. Por un solo motivo deseaba prolongar un poco mi vida: para verte cristiano y católico, antes de morir. Dios me concedió esta gracia sobreabundantemente, pues veo que ya desprecias la felicidad terrena para servir al Señor. ¿Qué hago, yo, pues, aquí? ‘»


Muerte de Santa Mónica
Santa Mónica, en esta visión, tuvo el preanuncio de su propia muerte, comprendió que no tenía nada más que hacer. Ahora los señores consideren la diferencia de una gran santa con una madre tierna (excesivamente sentimental). Esta última diría: «Ahora que mi hijo está convertido, comenzó para mi la vida! Yo voy a oír sus sermones, voy a ver sus obras, voy a vivir con él una vida deliciosa en la casa episcopal, admirando la virtud y el talento de aquel que yo generé para la vida natural y que yo arranqué, por mis oraciones, a la muerte eterna, Para ser un gran santo. Ahora todo está bien… »
Santa Mónica no quería ver a su hijo para nada de eso. Ella lo quería para Dios. Cuando sintió que San Agustín estaba en las manos de Dios, no quiso perder tiempo viéndolo servir a Dios. Algunos días después expiró.

Es una gran santa y su último gran lance de la vida es narrado por un gran santo.
Aquí vemos un poco lo que es la vida de un santo, cuando no es descrita por un «herejía blanca». Ustedes ven cuántas cosas hay de común con esa narración ‒y de la que ya me había olvidado completamente‒ con las conferencias sobre la «Búsqueda del Absoluto» y temas conexos que hemos hecho aquí últimamente.

Plinio Corrêa de Oliveira, conferencia sin revisión del autor (Santo del día) 31 de agosto de 1965

jueves, 22 de agosto de 2019

¡Cor Sapientiale et Immaculatum Mariae! ¡Opus tuum Factum!

“Ella guardaba todas las cosas y las meditaba en su corazón”

Lucas: (2,19)

         ¡Corazón Sapiencial e Inmaculado de María! ¡Haz tu Obra en Nosotros!   

                 

Milagrosa Imagen
de la Santísima Virgen de El Buen Suceso
Quito - Ecuador
María es la Reina del Cielo y de la tierra por gracia,  así como Cristo es su Rey por naturaleza y por conquista. El reino de la Virgen María está principalmente en el interior del hombre, es decir, en su alma, de modo que podemos llamarla con los Santos: Reina de los corazones.

María ha colaborado con el Espíritu Santo a la obra de los siglos, es decir, la Encarnación del Verbo.  En consecuencia, Ella realizará también los mayores portentos de los últimos tiempos: la formación y educación de los grandes santos, que vivirán hacia el fin del mundo, están reservadas a Ella, porque sólo esta Virgen singular y milagrosa puede realizar en unión al Espíritu Santo, las cosas singulares y extraordinarias.

De lo que acabo de decir se sigue evidentemente: En primer lugar, que María ha recibido de Dios un gran dominio sobre las almas de los elegidos.

Efectivamente, no podía fijar en ellos su morada, como el Padre le ha ordenado, ni formarlos, alimentarlos, darlos a luz para la eternidad como madre suya, poseerlos como propiedad personal, formarlos en Jesucristo y a Jesucristo en ello, echar en sus corazones las raíces de sus virtudes y ser la compañera indisoluble del Espíritu Santo para todas las obras de la gracia… No puede, repito, realizar todo esto, si no tiene derecho ni dominio sobre sus almas por gracia singular del Altísimo, que, habiéndole dado poder sobre su Hijo único y natural, se lo ha comunicado también sobre sus hijos adoptivos, no sólo en cuanto al cuerpo lo que sería poca cosa sino también en cuanto al alma.

Sabemos que Nuestra Señora, por derecho es Reina del Universo, puesto que Dios Nuestro Señor le entregó la regencia efectiva del Cielo y de la Tierra.
Para los que le siguen, Ella establece un dominio que ejerce de Corazón a corazón. El corazón es el símbolo de la mentalidad, es decir el modo según el cual la persona ve y como quiere las cosas.

¿Cómo el Sapiencial e Inmaculado Corazón de María, torna efectiva esta autoridad jurídica e indiscutible sobre el mundo? Por medio de su Corazón. Ella toca los corazones y hace que las almas, recibiendo gracias muy abundantes, le sigan.

¿Cómo son esas gracias? Es la gracia de comprender el Corazón de Ella. De conocer y amar su sabiduría y la nota Inmaculada que existe en toda su persona. Por así decir, nos conquista y nos encanta. Y de este modo se torna obedecida por nosotros.
De manera que su Corazón es un cetro con el cual Ella gobierna a todos aquellos que le obedecen en el mundo.

La fiesta de Nuestra Señora Reina es, en gran medida, la fiesta de su Inmaculado Corazón, por eso cabe bien que en esta fecha veneremos y demos culto al Inmaculado Corazón de María.

¿De qué manera? Diciéndole “Tornad mi corazón semejante al Vuestro”. Semejante no quiere decir vagamente parecido, no. Quiere decir parecido en todo cuanto está en los designios de la Providencia que se parezca.

Y así podemos pedirle: “Madre mía, yo no soy lo bastante fuerte para darme a Vos: dominadme. Entrad en mí con gracias tales, que yo prácticamente no resista. Esta puerta, Madre mía, que yo por miseria no abro, derrumbadla. Yo espero detrás de ella con mi sonrisa, mi reconocimiento y mi gratitud”.


Plinio Corrêa De Oliveira





martes, 20 de agosto de 2019

San Bernardo de Claraval


Celo ardiente por la gloria de la Santísima Virgen



De tiempo en tiempo la Providencia hace surgir hombres providenciales que marcan todo su siglo, como San Bernardo, el Doctor Melifluo, cantor de la Virgen, gran predicador de cruzadas, extirpador de cismas y herejías, pacificador eximio y uno de los mayores místicos de la Iglesia.

En una familia privilegiada, de gran fortuna y poder, nació Bernardo, al final del siglo XI. Su mayor riqueza, sin embargo, era una arraigada fe católica. Su padre, Tecelin, gran señor, era bueno y piadoso; y su madre, Alicia, sería venerada como bienaventurada por la Iglesia en Francia.
Cuando nació Bernardo, el tercero de siete hijos, además de ofrecerlo a Dios, como lo hacía con toda su prole, ella lo consagró al servicio de la Iglesia.

La ciencia de los santos la aprendió Bernardo con sus padres; y la del mundo, con los padres de la iglesia de Châtillon-sur-Seine.
El niño era extremamente bien dotado. Además de buena apariencia física, tenía Bernardo una inteligencia viva y penetrante, elegante dicción, suavidad de carácter, rectitud natural de alma, bondad de corazón, una conversación atrayente y llena de encanto. Paralelamente, una modestia y una propensión al recogimiento que lo hacían parecer tímido.

Radicalidad en la virtud de la pureza

Con tantas cualidades naturales y una posición social envidiable, al crecer podría haberse fácilmente desviado hacia el mundanismo.
Pero Bernardo probó que la alta condición social, si es vivida con fe, puede incluso ayudar a la práctica de la virtud. Su temperamento, inclinado a la meditación, se abrió a la acción de la gracia, que lo llevaba a escoger siempre la virtud al placer, las cosas de Dios a las del mundo.
A los 19 años era alto, bien proporcionado, con profundos ojos azules iluminando un rostro varonil, enmarcado por una cabellera rubia. Su porte era al mismo tiempo noble y modesto.
Cierto día, en una recepción social, la figura de una joven lo atrajo y lo perturbó. Inmediatamente, para apartar aquella visión que se le volvió casi obsesiva, se arrojó en un tanque de agua fría y ahí permaneció hasta que lo sacaron. Hizo entonces el propósito de consagrarse totalmente a Dios.

Prodigiosa población de la Abadía del Císter

El año 1098 San Roberto había fundado, en un valle llamado Císter, una rama reformada de la famosa abadía de Cluny, ya entonces en decadencia. La severidad de su regla fue alejando a los candidatos, mientras sus monjes antiguos iban muriendo. San Esteban Harding, sucesor de San Roberto, pedía constantemente a Dios nuevas vocaciones; pero éstas no aparecían. Pensaba ya cerrar definitivamente las puertas de la abadía, cuando un día treinta nobles caballeros aparecieron, pidiendo ingresar en la Orden. Eran Bernardo con sus hermanos, un tío y amigos, a quienes había convencido de acompañarlo. Más tarde los seguirían su hermano menor y el propio padre, mientras que su única hermana también se dedicaría a Dios, muriendo en olor de santidad.

Era tan intenso el don de persuasión que poseía este hombre lleno de amor de Dios que, al predicar, las mujeres sujetaban a sus maridos y las madres escondían a sus hijos, por miedo a que lo siguiesen...

Comunicación continua con Dios

Bernardo se entregó a la práctica de la regla como monje consumado. Puesto que, en los caminos de la virtud, hay varias vías para alcanzar la santidad, Bernardo se dio con total radicalidad a la bella vía para la cual se sentía llamado por Dios. Dominó de tal manera sus sentidos, que comía sin sentir el sabor, oía sin oír. Dominó el paladar a tal punto, que una vez bebió sin percibir un vaso de aceite, en vez de agua. Formó para sí una “celda interior”, en la cual vivía tan recogido que, después de dos años, desconocía si el techo de la abadía era abovedado o liso, ni si había ventanas en la capilla. Su comunicación con Dios era continua, de manera que incluso mientras trabajaba no perdía su recogimiento interior.

Pensaba que el monje debía tener el dominio de sí, incluso durante el sueño; y más tarde, cuando oía roncar a alguno de los hermanos, decía que eso era dormir de un modo carnal y en el estilo de los seglares. Huía del sueño como de una imagen de la muerte, concediéndole tan poco tiempo que mal podía decirse que dormía.

Bernardo quería santos en su milicia. Por eso decía a menudo a sus novicios: “Si deseáis vivir en esta casa, es necesario dejar afuera los cuerpos que traéis del mundo; porque sólo las almas son admitidas en estos lugares, y la carne no sirve para nada”.

Fundador de Claraval, atraía las almas a Dios

San Esteban Harding veía maravillado a aquel joven con la madurez y prudencia de un anciano. Y apenas dos años después de su entrada en el Cister, lo envía como superior de un grupo de monjes para fundar la abadía de Claraval. Bernardo tenía apenas 25 años.
La nueva abadía quedaba en un lugar descuidado y agreste, siendo por eso llamado Valle del ajenjo. San Bernardo lo transformaría en el Valle Claro, o Claraval, extendiendo su fama por toda Francia y, después, por Europa. Muchos eran los nobles que iban a visitarlo y terminaban quedando como discípulos suyos.

La pobreza de la abadía en sus inicios era espantosa: no tenían para comer sino hierbas silvestres; mal se vestían, sufriendo todas las intemperies. Ésa era la riqueza de esos verdaderos héroes, que habían abandonado todo por Cristo.

Bernardo alcanzó un grado supereminente de amor de Dios y de unión con la voluntad divina, pero le faltaba aún comprender bien la debilidad humana de sus subordinados. Tenía escrúpulos de dirigirlos por la palabra, creyendo que Dios les hablaría en lo íntimo del alma mucho mejor que él. Estaba en esa tentación, cuando cierto día se le apareció un Niño todo envuelto en una luz divina. Con gran autoridad, éste ordenó le dijese todo cuanto le viniese al pensamiento, porque sería el propio Espíritu Santo que hablaría por su boca. Al mismo tiempo Bernardo recibió una gracia especial de comprender las debilidades de los otros y de acomodarse al espíritu de cada uno, para ayudarlos a vencer sus miserias.

El modo cómo Bernardo atraía vocaciones hacia Claraval era milagroso. Por ejemplo, todo un grupo de nobles, que por curiosidad quisieron un día conocerlo. Actuaba como si fuese un poderoso imán para atraer almas a Dios.

La atracción más asombrosa fue la de Enrique de Francia, hermano del Rey Luis VII. Este príncipe fue a Claraval a tratar de un importante asunto con San Bernardo. Cuando iba a salir, pidió ver a todos los monjes, a fin de encomendarse a sus oraciones. Bernardo le dijo que pronto experimentaría la eficacia de esas oraciones. El mismo día Enrique se sintió tan tocado por la gracia que, olvidándose que era entonces el sucesor de la corona, quiso quedarse en Claraval. Más tarde fue Obispo de Beauvais, y después Arzobispo de Reims.

Con ello Claraval creció tanto, que habitualmente su número era de 600 a 700 monjes. A pesar de ello, cada uno mantenía el aislamiento interior y el silencio, como si estuviese sólo. Jamás un monje estaba inactivo, habiendo siempre algún trabajo manual que hacer, si no estuviese en oración en el coro o en su celda.

Con el tiempo y el número creciente de vocaciones, Bernardo pudo fundar 160 casas de su Orden, no sólo en Francia sino también en otros países de Europa.

Extirpador de un cisma

La misión pública de San Bernardo casi no tuvo similar en la Historia. Fue él, por ejemplo, llamado para combatir el cisma del antipapa Anacleto II. Recorrió entonces Europa, conquistando reyes y reinos para la justa causa. Fue el alma de los Concilios de Letrán, de Troyes y de Reims, convocados por el Papa para tratar de los asuntos de la Iglesia. Se opuso al Emperador alemán Lotario II que, aprovechándose del cisma, quería recibir las investiduras de las iglesias. Bernardo no sólo lo hizo desistir de ello, sino también lo convenció de reconocer al Papa verdadero.

Bernardo intentó —juntamente con San Norberto— conquistar al antipapa. Pero en vano; éste fue renuente y se rehusó a oír cualquier argumento.

La prédica de San Bernardo era en general acompañada de gran número de milagros. Libraba a poseídos del demonio, restituía la vista a los ciegos, el movimiento a los paralíticos, la voz a los mudos, la audición a los sordos. El cardenal d’Albano, sujeto a fuertes fiebres, fue curado bebiendo el agua que fue pasada en un plato donde comiera el Santo.
Prácticamente no podía andar sin ser seguido por una multitud de enfermos y de sanos que querían tocarlo.

Tenía que hablar a la multitud desde una ventana, para protegerse.
Estaba en Italia cuando la muerte repentina del antipapa Anacleto hizo cesar el cisma, que había durado siete años. Eligieron a un sucesor, pero Bernardo lo convenció de la ilicitud de esa elección, del riesgo de su eterna salvación y lo llevó arrepentido a los pies del verdadero Papa. Con ello terminó el cisma.

En todas partes el santo era mirado como “el padre de los fieles, la Columna de la Iglesia, el apoyo de la Santa Sede, el Ángel tutelar del pueblo de Dios”.


Aniquila herejías y predica la II Cruzada

Bernardo fue el protector de la fe contra las herejías de Pedro Abelardo y Arnaldo de Brescia, que querían renovar los antiguos errores de Arrio, Nestorio y Pelagio. Combatió también los errores de Gilberto de la Porée, Obispo de Poitiers.

Pero la principal herejía que el Santo combatió fue la de un monje apóstata, Enrique, que en el Languedoc movía una guerra cruel a la Iglesia, atacando a los Sacramentos y a los sacerdotes fieles.

El santo abad fue también llamado a predicar la II Cruzada, lo que hizo con la fuerza de su elocuencia y el poder de los milagros. Cuenta su secretario que en Alemania curó, en un sólo día, a nueve ciegos, diez sordos o mudos, diez mancos o paralíticos. En Mayence, la multitud que lo rodeó fue tan grande, que el Rey Conrado fue obligado a tomarlo en sus brazos para sacarlo ileso de la iglesia.

Cantor de la Virgen

La devoción de Bernardo hacia Nuestro Señor Jesucristo y a la Virgen María eran incomparables. Cierto día, cuando entraba en la catedral de Spira, en Alemania, en medio del Clero y del pueblo, se arrodilló tres veces, diciendo a la primera: “¡Oh clemente!”; a la segunda: “¡Oh piadosa!”; y a la tercera: “¡Oh dulce Virgen María!”. La Iglesia añadió después estas invocaciones al final de la Salve.

En fin, muchísimas cosas más se podrían decir de este Santo excepcional. Estando próximo a morir, sus hijos espirituales hacían violencia a los Cielos para conservarlo en la Tierra. Él se lamento dulcemente: “¿Por qué deseáis retener aquí a un hombre tan miserable? Usad de la misericordia para conmigo, yo os lo pido, y dejadme ir hacia Dios”;lo cual ocurrió el día 20 de agosto de 1153.